El sabor de Dios
Con apenas 30 años, Sor Daliety, una religiosa de la Hijas de la Caridad, consagra su vida a atender a los más necesitados
Caridad Gómez era una “niña” de 65 años de edad. Con una enfermedad de nacimiento, jamás pudo conocer el mundo que le rodeaba. Ella era ciega, sorda y muda. Su vida fue sobrevivir en La Edad de Oro, un hogar de impedidos físicos y mentales.
Pero el día que Daliety la conoció se estableció entre ellas una misteriosa relación donde Caridad la identificaba con solo tocarla. Un día Caridad tuvo un problema respiratorio y la ingresaron de emergencia en la Covadonga, un hospital de La Habana. En ese tiempo ya Daliety llevaba seis meses de servicio en La Edad de Oro.
Un 26 de septiembre, mientras Daliety regresaba de haber bañado y vestido a Caridad en el hospital, una llamada la tomó por sorpresa.
— Justo cuando usted se marchó la paciente murió — advirtió un médico del hospital — , pareciera como si estuviera esperando a que usted se fuera para morir.
“Fue alguien a quien tuve que darle mucho de mí y me fue muy duro. Lloré mucho su pérdida”, confiesa Daliety, quien aún recuerda vívidamente la voz desde el otro lado del teléfono; la voz que la estremeció, estrujó su corazón y le hizo cuestionar el porqué de tantas tristezas y dolores.
Desde hace más de cinco años, esta joven guantanamera decidió excluirse a sí misma para dedicar su vida a quienes, sin importar la edad, considera sus niños; aquellos que a los ojos de muchos son inviables, no cuentan y son juzgados como carga inútil.
Cada día, después de rezar Laudes, justo a las seis de la mañana, en una estrecha capilla ubicada en un rincón de la Edad de Oro, suele verse a Daliety conversar a solas, en un gran recogimiento interior con Dios, quien ha sido el centro de su vida a partir de los 11 años, cuando tomó su primera comunión. Es en ese instante donde ella siente necesidad de darle sentido a cada uno de sus días de servicio. Es el momento — el más importante del día — en el cual decide tener fe y desterrar sus miedos y dudas, esos que a veces le hacen temer que su vida haya sido un error.
De joven fue para La Habana a estudiar la carrera de Lengua Francesa. Allí, sola, lejos de su casa, halló en otros jóvenes católicos universitarios, la familia que le acompañaría en esta nueva etapa de su vida. “Nosotros teníamos formación todos los miércoles con los jesuitas”, cuenta mientras sonríe al recordar lo identificada que se sentía con aquel grupo.
Allí, junto a los jesuitas de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús (Iglesia de Reina) no solo se instruía, sino que prestaba servicio al prójimo. “Ellos sabían enredarle la vida a uno”, dice entre risas que atestiguan lo feliz de aquellos tiempos. “Te hacían pensar en qué quiere Dios de ti”, y esa pregunta, en su joven corazón, la marcaba cada día.
Fue así, allí, donde Daliety sintió la vocación del servicio y conoció Las Hijas de la Caridad, una sociedad apostólica dedicada a la ayuda de los pobres y enfermos. Fue allí donde escuchó por primera vez de un sitio llamado la Edad de Oro y de inmediato supo lo que Dios quería de ella.
Pero una cosa es tener fe y otra distinta es dar un paso de consagración a causa de la fe. Con un profundo suspiro mira al techo de una de las habitaciones de aquel centro hospitalario, donde ahora conversamos, y lo confirma:
— No sabía cómo se lo iba a decir a mi mamá porque tenía que dejar la carrera y ya estaba en cuarto año. Cuando le dije, su respuesta fue: “¿En qué hemos fallado?” Eso me dolió mucho y fue muy difícil porque sentí que, de alguna manera, fue frustrarles sus sueños conmigo.
Las semanas siguientes fueron tensas. Los reclamos de sus padres. La incomprensión ante una decisión “tan radical”. El cuestionamiento sobre lo que es o no correcto. Sin embargo, aún más duro era cómo decírselo a Sergito, su novio, su amor. Ironías de la vida: por amor a otros, renunciaba al amor de su pareja.
“Él sabía de mis preguntas, mis inquietudes por el servicio, pero así y todo empezamos la relación. Lo difícil fue cuando tomé la decisión y aunque él me apoyó y fue fuerte, sé que sufrió”, y aunque Daliety no lo dice, su voz lo confirma: ella también sufrió.
Fue así como su vida dio un vuelco: renunció a su carrera, a su pareja, a vivir como cualquier otra joven y escogió consagrarse a Dios y a los demás.
El pasado 9 de mayo cientos de personas acudieron a una amplia ceremonia donde asistió el mismo Arzobispo de La Habana, Monseñor Juan García. En los pasillos, una larga fila de personas en silla de ruedas. Son los pacientes de Daliety que vinieron a ver cómo la mujer que desde hace más de tres años ha sido su madre, renovaba sus votos, un momento íntimamente espiritual para confirmar su decisión de continuar como hermana de la congregación.
“Cuando salí del seminario, con apenas 25 años, mi primer destino fue Baracoa. ¡Amo Baracoa! Podré vivir momentos importantes en mi vida, pero ninguno me marcará como Baracoa. Trabajé con niños, adolescentes, ancianos, fui muy feliz”.
— ¿Y ahora? — pregunto, sentados aún en la misma sala — ¿Eres feliz con el trabajo que haces aquí?
— Sentía que no había terminado mi misión en Baracoa y el cambio me costó mucho. Todavía me cuesta. Allá veía los frutos y aquí, en La Habana, siento como si lo que hago no se ve. Yo quisiera que los niños mejoraran, que tuvieran buenas condiciones. Al final del día termino agotada y lo que se logra es mínimo.
Y es cierto. Solo basta echar una ojeada para descubrir que la Edad de Oro brinda más de lo que realmente puede dar. Entre cuatro grandes salas, dos para pacientes masculinos y dos para las féminas, las hermanas conviven además con reclusas y sancionados que allí son ubicados para insertarse en la sociedad.
Aunque lidiar con todo esto resulta difícil, el día a día de Daliety gira en torno a sus “niños”. Algunos pequeños, otros mayores por fuera, pero con un corazón y mente que no han envejecido.
Las palabras no son las que abundan aquí. La mayoría de ellos no son capaces de conversar, pero no por ello dejan de comunicarse: “Fui aprendiendo el lenguaje de La Edad de Oro. Aprendí a diferenciar los rostros: un rostro de dolor, de hambre, de alegría, un grito de una cosa y gritos de otra. Tú aprendes a conocerlos porque todos los días estoy con ellos, aprendes cuáles son sus gustos, cuáles son las posiciones con las cuales están más cómodos. Vas aprendiendo el leguaje de ellos”.
“Es muy duro y da mucha frustración estar sola atendiendo una sala. La suerte es que casi nunca lo he estado del todo, porque cuando he estado sola las hermanas van y me ayudan, pero no siempre es así. Un día fui a misa a las 8:30 de la mañana en la iglesia de la Merced, en La Habana Vieja, y regresé a las 11 de la mañana. Cuando llegué no se había hecho nada y a esa hora me tuve que poner a trabajar”.
Mientras la escucho, recuerdo la primera vez que nos conocimos. Una mañana un grupo de jóvenes nos fuimos a ayudar en la Edad de Oro, Daliety, en la sala Nené Traviesa, le quitaba los pañales a uno de sus envejecidos niños para cargarlo a la ducha. Tras ella, una larga cola de otra veintena de niños esperaba en sus sillones de rueda.
— Vengan muchachos — nos llamaba en ese instante — , olvídense del mal olor, hay que ponerse a trabajar.
Al principio, me costaba creer que con solo treinta años tuviera tanta entereza en sí misma y la fuerza para enfrentar las necesidades especiales de cada uno de sus niños. Aunque en su rostro se evidencia gran frustración por no poderles atender con mayor calidad, las miradas de sus niños hacia ella demuestran todo lo contrario.
Sus rutinas son siempre las mismas cada día: asistir a misa en la mañana, bañar a los niños, darles el desayuno y posteriormente el almuerzo; en la noche, darles la cena y acostar a sus pacientes. “Algunos de estos niños están aquí porque tienen enfermedades degenerativas. Tenemos un muchacho que por tomar drogas quedó así. Entonces, hay que entender que no solo puedes ser tú, sino que un hijo tuyo puede ser así y a quien tienes delante es una persona que se merece todo lo mejor”.
Ahora, para quien comenzó con todo el fervor su vida de servicio, lo que recibe en cambio no siempre es positivo. “Es muy fácil vivir los ideales en situaciones fáciles, pero cuando uno tiene que vivir la fe en situaciones límites, tocamos con la verdad, uno reconoce que no es tan bueno ni tan generoso, pero también se da cuenta de la bondad de uno.”
Para ella, esta puede ser quizás la respuesta a veces esquiva con la que no siempre logra dar. Sí, es alguien que ha decidido amar a otros y brindarse por completo, pero de tras de su hábito, se halla aún esa jovencita que temerosa y un tanto desorientada un día decidió que debía hacer algo más con su vida, algo que impactara la de los demás.
Allí, mientras cada mañana se levanta y marcha a la oración, Daliety se prepara para vivir un día más en una vida que no todos podríamos asumir. En ese instante, en esa intimidad donde solo ella y Dios están, su corazón se anima y decide confiar aun cuando no comprende, decide creer aun cuando teme.
“Creo que lo más bonito de la vida es que uno tenga el deseo de buscarle el sentido, que no se viva la vida sin saber a dónde uno va. Esto que decía San Ignacio de Loyola: ¿a dónde voy y para qué?
La multiplicidad de las maneras en que tengo para servirle a Dios es muy amplia. Es un pedacito que dedicamos a que el día tenga sentido. En ese espacio, uno va descubriendo a través de la misma sensibilidad de uno qué es lo que Dios te va pidiendo, y yo creo que en cualquier llamada que uno sienta, uno puede poner el sabor de Dios ahí donde está”.
Un sabor que Daliety decide seguir compartiendo, tal como hizo con Caridad hasta el último instante de su vida. O como hace con Coco cuando le lleva su desayuno, o con Lazarito cuando pasa la mano por su cabeza y este le sonríe de vuelta, así, con la inocencia de un niño que no entiende de dudas, de incomprensiones, de carreras sin terminar o de enamorados que quedaron atrás. No, no lo comprende, porque él y todos los demás niños de la Edad de Oro entienden solo del amor en un gesto, de la ternura de una sonrisa y el esfuerzo de la dedicación. Un idioma que Daliety ha decidido conocer y vivir por el resto de su vida.